sábado, 3 de julio de 2010

La tía ya no sabía cómo mantener tranquilos a los niños, su repertorio de cuentos se había agotado, así como los bocadillos y sus ganas de jugar al veo-veo.

El hombre soltero sentado al final del vagón la había mirado de reojo, más de una vez. Esas miraditas fugaces (pero intensas) al principio la inquietaron, pero después de un rato, comenzó a sentirse halagada. Ella era todavía una mujer joven y lozana, y, a opinión de varios, bastante guapa. Sabía, aunque jamás lo dijera en voz alta, que los hombres volteaban la cabeza para mirarla, que observaban su andar cadencioso, hipnotizados por el ritmo de sus caderas. Eso era, sin duda alguna, lo que motivaba las miraditas del hombre soltero sentado al final del vagón. Era un hombre hosco y más bien intimidante, pero con toda seguridad amable y tierno en su interior, con sueños y anhelos de una esposa suave que le guisara sabrosos estofados, le calentara las pantuflas y le sirviera whisky, mientras él descansaba de su larga jornada laboral y leía el periódico. Con un teatral suspiro pensó “pobre hombre”, seguramente, al verme con mis sobrinos, sintió añoranza de todo eso”.

Sonó el timbre. El tren había llegado a la estación. La tía recolectó sus pertenencias y alistó a sus sobrinos para el descenso. Al pasar junto al hombre soltero, le dedicó una sonrisa seductora y acaramelada, y con un suave ronroneo le dijo adiós.

El hombre soltero sentado al final del vagón, la miró un tanto desconcertado, y sin decir nada, inclinó la cabeza, en respetuoso gesto de adiós, y pensó para sus adentros “Pobre mujer. Esos tres niños pusieron en evidencia-y sin esfuerzo alguno- lo frágil de su autoridad. Eso pasa cuando una mujer no sabe contar cuentos. Jamás podría casarme con alguien que no sepa contar cuentos, son mujeres aburridas, anodinas y sumisas, y al final, acaban contagiándolo a uno”.